Componentes de la expedición: Antonio, Mariví, Goyo, Elisa, M. Ángel, Ángel,
Cristina, Alfonso, Mª Eugenia, Michele, Lola, Clotilde, Amiga de Cloti, C.
Felipe, Elena, Jose Mª, el perro “H”
Era un día temprano del mes de octubre, el recién
constituido Club de alta montaña “el Faro” había propuesto para ese día
ascender hasta Peña Portilla o el Alto
de la Viesca , atravesando, antes,
el “desfiladero de los Calderones”.
A las 8,45, con el sol aún adormecido
entre las blanquecinas nubes, nos encontrábamos los “locos” habituales, en Otero
de las Dueñas, pero, no sé si por culpa
del contagio de la “enfermedad” o por
vivir una nueva experiencia, el grupo fue creciendo y alcanzamos el nº
de 16 y un perro, “H”.
Preparados para la marcha, con la
tibia claridad del sol otoñal iluminando
las amarillentas hojas de los árboles que iniciaban el destape,
hicimos la foto de salida en Piedrasecha.
Una vereda, paralela al río, salpicada
de pequeñas piedras y custodiada por altos chopos de hojas de color naranja
enzarzadas en otras de color verde suave,
nos condujo al comienzo del desfiladero.
Al principio, este angosto paraje discurre por el lecho del río que corre por la
superficie y, con tiento, tenemos que ir vadeando. Enormes farallones de clara
piedra caliza protegen a la cantarina
corriente de agua que sortea los cantos rodados del lecho y dan al lugar un aire opaco y lóbrego.
Poco
a poco, llegamos a la “Fuente del
Madero” y a la “Cueva de las Palomas” donde se encuentra la ermita a la Virgen del Madero. Aunque
en esta ocasión, no sé si por falta de devoción mariana o por ahorrar esfuerzo,
nadie quiere visitar.
En el lento ascenso, admiramos las gigantescas paredes verticales
que en las alturas se contorsionan y casi llegan a abrazarse y continuamos el lecho seco del desfiladero ya que la
sedienta roca caliza se ha bebido, emborrachándose, todo el agua del río.
Al salir de “los Calderones”, como si saliésemos
de un oscuro túnel, nos encontramos con una amplia vega, se trata de “Stª
Marta”, antaño un pueblo, ahora vega de pastos para el ganado en verano.
Una solitaria cabaña y un redil de piedra acompañan
a los mortecinos prados y al bosquecillo de robles al que adornan hojas
de diferentes colores: amarillas, ocres, rojas, verdes, protegiendo a cilíndricos
frutos de color púrpura que, entre ellas, descollaban.
Paralela a la
senda que nos acercaba a la subida de
“Peña Portilla”, pudimos escuchar
a la torrentera cantora que, impetuosa,
del bosque se aleja y contemplar a una enorme, y
atractiva salamandra o “vacaloria”, vestida con floreado traje,
salpicado de simétricos círculos amarillos sobre fondo verdoso, que buscaba el
amparo de los matorrales y las peñas. Por su tamaño, no sé si no sería la
misma que, según la tradición, contaminó
la masa del pan de misa que se repartía en “Stª Marta” y envenenó al pueblo haciéndolo desaparecer.
Girando hacia la izquierda y vadeando la torrentera, algunos nos dispusimos a iniciar la subida a la Peña Portilla. Digo algunos,
porque otras prefirieron economizar esfuerzo y disfrutar del colorido otoñal
del valle. Lola porque, según Miguel Ángel, evita el riesgo por miedo a dejar
huérfana a su adorada gatita. Elena porque, según ella, había mandado como
avanzadilla a su inquieto perro “H” y
con sus constantes subidas y bajadas hace el camino por los dos.
Según Antonio y Mariví, supongo que para animarnos, la subida era corta y no muy exigente y, por ahora, no podíamos contradecirlos porque, aunque alzásemos nuestra mirada hacia arriba, la visión era nula ya que la cumbre estaba totalmente escondida entre una densa niebla.
Al principio de la subida, un suelo alfombrado de
hierba y pequeños matorrales facilitaron
una ascensión impulsiva, pero a medida que fuimos cogiendo algo de altura,
aparecieron los primeros canchales y los cantos rodados que, jubilosamente, se
desprendían. Así que, en zig-zag, lentamente, y con la sola visión del compañero/a que nos precedía,
fuimos trepando, escalonadamente, por la empinada montaña.
Como “el rosario de la aurora” llegamos a la invisible cumbre, excepto los avanzados de
siempre: Antonio, Mariví y “la cabra Alfa”, así apodamos a Elisa porque es tan rauda, resuelta e imprevisible como una
cabra montés y trepa por las rocas como las
delgadas y tenaces hiedras. Tan
pronto está a la cola del grupo apoyando
a los descolgados como está a la
cabeza oteando los previsibles
peligros y olfateando los precoces
retoños.
Por lo que podemos deducir que, o las predicciones de
los guías eran mentira, ¡que opine
Michele!, o nosotros éramos unos “mataos”.
A resguardo de las
peñas repusimos fuerzas, luego cresteamos por la cumbre y nos acercamos a
ver y transitar por las trincheras defensivas
republicanas de la guerra civil española del 36, que, con sus fortificaciones y
fosos, se encuentran perfectamente conservadas.
Cuando recorríamos las peñas, perfectamente colocadas,
de las trincheras, unos tibios rayos del perezoso sol disiparon,
momentáneamente, la tupida niebla y nos permitieron entrever el valle y
distinguir, en la hondonada el diminuto
pueblo de Portilla de Luna, escondido entre amarillentos árboles.
Con viento fresco y con la bruma pisándonos los
talones, iniciamos el descenso. Más agrupados que en la subida y con menos
miedo y esfuerzo, sorteamos los peñascos y nos aproximamos, de nuevo, al valle
al que, desde lo alto, pudimos admirar engalanado
de diversos y variopintos colores. Los amarillos suaves se mezclaban con los verdes
aceituna, los bermejos se incrustaban en los blancos, produciendo un esplendido
desfile de elegancia, colorido y esplendor otoñal.
Después de reencontrarnos, al final de “Los
Calderones”, con las entusiastas del valle, nos aseamos y acicalamos, en la
medida de lo posible, y nos dirigimos a Pandorado, donde nos esperaba una
apetecida comida.
Entre pláticas, risas y música tradicional de
dulzaina y tamboril, ya que compartimos
comedor con unas pomposas “bodas de oro”, paladeamos la pitanza y saboreamos el vino. E incluso algunos, como Elena y Felipe,
tuvieron tiempo de recordar las “noches
toledanas” acompañando a los alumnos de excursión, y, contagiados por el son de
la música, bailar un pasodoble.
Aprovechando que la niebla se había disipado y hacía
una tarde espléndida, después de la comida, dimos un relajado paseo hasta un
robledal cercano. Ángel aprovechó el momento para llenar la faltriquera de
lepiotas y macrolepiotas y los demás
aprovecharon, aparte de “para cortar trajes”, para nombrar tesorero del Club. El
nombramiento recayó, por unanimidad, en Miguel Ángel ya que, como experto en
bolsa, confiamos que, al menos, quintuplique
el capital del club……… ¡Atención
Srª. Presidenta, no nos vaya a
salir otro “Barcenas”!
Con el rubor del cielo escondiéndose en las montañas,
abandonamos las Omañas y regresamos contentos y relajados, a León.
C.
Felipe
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