miércoles, 14 de mayo de 2014

RUTA 3 LOS CALDERONES-PEÑA PORTILLA Fecha: 26-10-2013

Componentes de la expedición: Antonio, Mariví, Goyo, Elisa, M. Ángel, Ángel, Cristina, Alfonso,  Mª Eugenia,  Michele, Lola, Clotilde, Amiga de Cloti, C. Felipe, Elena, Jose Mª, el perro “H”


            Era un día temprano del mes de octubre, el recién constituido Club de alta montaña “el Faro” había propuesto para ese día ascender hasta Peña Portilla o  el Alto de la  Viesca, atravesando, antes, el “desfiladero de los Calderones”.

         A las 8,45, con el sol aún adormecido entre las blanquecinas nubes, nos encontrábamos los “locos” habituales, en Otero de las Dueñas,  pero, no sé si por culpa del contagio de la “enfermedad” o por  vivir una nueva experiencia, el grupo fue creciendo y alcanzamos el nº de 16 y un perro, “H”.




         Preparados para la marcha, con la tibia  claridad del sol otoñal iluminando  las amarillentas hojas  de los árboles que iniciaban el destape, hicimos la foto de salida en Piedrasecha. 

          Una vereda, paralela al río, salpicada de pequeñas piedras y custodiada por altos chopos de hojas de color   naranja   enzarzadas en otras de color verde suave, nos condujo al comienzo del desfiladero.




          Al principio, este angosto paraje  discurre por el lecho del río que corre por la superficie y, con tiento, tenemos que ir vadeando. Enormes farallones de clara piedra caliza  protegen a la cantarina corriente de agua que sortea los cantos rodados del lecho y  dan al lugar un aire opaco y lóbrego.






         Poco a poco,  llegamos a la “Fuente del Madero” y a la “Cueva de las Palomas” donde se encuentra la ermita a la Virgen del Madero. Aunque en esta ocasión, no sé si por falta de devoción mariana o por ahorrar esfuerzo, nadie quiere visitar.

         En el lento ascenso,  admiramos las gigantescas paredes verticales que en las alturas se contorsionan y casi llegan a abrazarse y continuamos el lecho seco del desfiladero ya que la sedienta roca caliza se ha bebido, emborrachándose, todo el agua del río.



          Al salir de “los Calderones”, como si saliésemos de un oscuro túnel, nos encontramos con una amplia vega, se trata de “Stª Marta”, antaño un pueblo, ahora vega de pastos para el ganado en verano.

Una solitaria cabaña y un redil de piedra   acompañan  a los mortecinos  prados y  al bosquecillo de robles al que adornan hojas de diferentes colores: amarillas, ocres, rojas, verdes, protegiendo a cilíndricos frutos de color púrpura  que, entre ellas, descollaban.


  Paralela a la senda que nos acercaba a la subida de  “Peña Portilla”, pudimos  escuchar a la torrentera cantora  que, impetuosa, del bosque se aleja y contemplar a una enorme,  y  atractiva salamandra o “vacaloria”, vestida con floreado traje, salpicado de simétricos círculos amarillos sobre fondo verdoso, que buscaba el amparo de los matorrales y las peñas. Por su tamaño, no sé si no sería la misma  que, según la tradición, contaminó la masa del pan de misa que se repartía en “Stª Marta” y envenenó al pueblo haciéndolo desaparecer.


Girando hacia la izquierda  y vadeando la torrentera, algunos  nos dispusimos a iniciar la subida a la Peña Portilla. Digo algunos, porque otras prefirieron economizar esfuerzo y disfrutar del colorido otoñal del valle. Lola porque, según Miguel Ángel, evita el riesgo por miedo a dejar huérfana a su adorada gatita. Elena porque, según ella, había mandado como avanzadilla  a su inquieto perro “H” y con sus constantes subidas y bajadas hace el camino por los dos.

Según Antonio y Mariví,  supongo que para animarnos, la subida  era corta y no muy exigente y, por ahora, no podíamos contradecirlos porque, aunque alzásemos nuestra mirada hacia arriba, la visión era nula ya que la cumbre estaba totalmente escondida entre una densa niebla.



 Al principio de la subida, un suelo alfombrado de hierba  y pequeños matorrales facilitaron una ascensión impulsiva, pero a medida que fuimos cogiendo algo de altura, aparecieron los primeros canchales y los cantos rodados que, jubilosamente, se desprendían. Así que, en zig-zag, lentamente, y con la sola  visión del compañero/a que nos precedía, fuimos trepando, escalonadamente, por la empinada montaña.

Como “el rosario de la aurora” llegamos a la  invisible cumbre, excepto los avanzados de siempre: Antonio, Mariví y “la cabra Alfa”, así apodamos a Elisa porque es  tan rauda, resuelta e imprevisible como una cabra montés y trepa por las rocas como las  delgadas y tenaces  hiedras. Tan pronto está a la cola del grupo apoyando  a los descolgados como  está  a la  cabeza  oteando los previsibles peligros  y olfateando los precoces retoños.



Por lo que podemos deducir que, o las predicciones de los guías eran  mentira, ¡que opine Michele!, o nosotros éramos unos “mataos”.

A resguardo de las  peñas repusimos fuerzas, luego cresteamos por la cumbre y nos acercamos a ver  y transitar por las trincheras defensivas republicanas de la guerra civil española del 36, que, con sus fortificaciones y fosos, se encuentran perfectamente conservadas.











Cuando recorríamos las peñas, perfectamente colocadas, de las trincheras, unos tibios rayos del perezoso sol disiparon, momentáneamente, la tupida niebla y nos permitieron entrever el valle y distinguir, en la hondonada el diminuto  pueblo de Portilla de Luna, escondido entre amarillentos árboles.




Con viento fresco y con la bruma pisándonos los talones, iniciamos el descenso. Más agrupados que en la subida y con menos miedo y esfuerzo, sorteamos los peñascos y nos aproximamos, de nuevo, al valle al que, desde lo alto,  pudimos admirar engalanado de diversos y variopintos colores. Los amarillos suaves se mezclaban con los verdes aceituna, los bermejos se incrustaban en los blancos, produciendo un esplendido desfile de elegancia, colorido y esplendor otoñal.












Después de reencontrarnos, al final de “Los Calderones”, con las entusiastas del valle, nos aseamos y acicalamos, en la medida de lo posible, y nos dirigimos a Pandorado, donde nos esperaba una apetecida comida.

Entre pláticas, risas y música tradicional de dulzaina  y tamboril, ya que compartimos comedor  con unas pomposas  “bodas de oro”, paladeamos la pitanza y  saboreamos el vino. E  incluso algunos, como Elena y Felipe, tuvieron tiempo de recordar  las “noches toledanas” acompañando a los alumnos de excursión, y, contagiados por el son de la música, bailar un pasodoble.




Aprovechando que la niebla se había disipado y hacía una tarde espléndida, después de la comida, dimos un relajado paseo hasta un robledal cercano. Ángel aprovechó el momento para llenar la faltriquera de lepiotas y macrolepiotas  y los demás aprovecharon, aparte de “para cortar trajes”, para nombrar tesorero del Club. El nombramiento recayó, por unanimidad, en Miguel Ángel ya que, como experto en bolsa,  confiamos que, al menos, quintuplique el capital del club……… ¡Atención  Srª.  Presidenta, no nos vaya a salir otro “Barcenas”!

Con el rubor  del cielo escondiéndose en las montañas, abandonamos las Omañas y regresamos contentos y relajados, a León.

                                                                  C. Felipe        

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