lunes, 28 de abril de 2014

RUTA 6 VEGACERVERA-VALPORQUERO Fecha: 30-11-2013

Componentes de la expedición: Antonio, Mariví, Goyo, Elisa, M. Ángel, Ángel, C. Felipe, Cloti.


                         Después de llegar al pueblo de Canseco a las 9 de la mañana, con el cielo totalmente cubierto y el suelo resbaladizo, nos dimos cuenta que, intentar realizar la subida al Bodón de Cármenes en aquellas condiciones y con las nefastas previsiones meteorológicas, era un desatino. Así que, nuestro guía Antonio decidió hacer la ruta alternativa, que siempre lleva de reserva en su mochila, y que en esta ocasión, tuvimos suerte, era una ruta de senderismo bordeando la montaña de las “hoces de Vegacervera.


          Aproximadamente a las 10 de la mañana, con el cielo completamente plomizo,  iniciamos, a la salida del pueblo de Vegacervera, el recorrido por un pequeño camino que, algo oculto entre las hierbas otoñales y salpicado de pequeñas y ocasionales manchas blancas, nos subiría hasta Valporquero.




         Al principio la marcha era muy cómoda, pero según nos fuimos acercando a los primeros robles desnudos, el camino se fue empinando y tuvimos que comenzar a realizar el primer esfuerzo para subir las constantes cuestas con las que nos encontrábamos.

          Sorteando los constantes zig-zags que el camino va dando, nos encontramos en los montes llamados de "Los sierros negros", que destacaban por su color oscuro que contrastaba con las claras calizas que más arriba nos esperaban.






 En la subida hacia la collada que separa Vegacervera y Coladilla de Valporquero, entre la bruma, tuvimos una ligera visión del valle y del mítico Correcillas, que desde el Este, nos saludaba.


Cuando acabó el bosque, apareció una hermosa campera que conservaba inmaculadas manchas blancas de la tempranera nieve caída.

Caminando por el silencioso valle, empequeñecidos por la sombra de los claros  peñascos que nos escoltaban, un ensordecedor ruido, que se iba acercando progresivamente, nos perturbó. Cuando volvimos la vista atrás, comprobamos que una bandada de ruidosos y enloquecidos quads se abalanzaba sobre nosotros mancillando el idílico paisaje, el solitario camino y el anhelado silencio. Elisa, en un ataque de rabia, propuso cortarles el paso y se negaba a apartarse de su camino, finalmente cedió, a su pesar, y dejó que la insensible civilización se alejase, de nuevo, de nuestra vista.


Atravesamos un vallado que delimitaba a los pueblos y, al poco rato, divisamos, al fondo a la derecha, al pueblo de Valporquero.

También observamos, mientras hacíamos un pequeño receso para comer el aperitivo y hacer una batalla de bolas de nieve, el largo y alto valle que asciende hasta la collada Formigoso.


Desde la altura contemplamos las famosas cuevas, quizás las más singulares e importantes del norte de España, y vimos, en la explanada de la entrada, a los autocares que habían acercado a los escolares y turistas hasta allí.

En lugar de bajar al pueblo, torcimos a la derecha y, después sortear unos escarpados peñascos, nos adentramos en un magnífico hayedo que va por encima de las cuevas. Las hayas,  despojadas de sus frondosas y verdes hojas  primaverales, nos recibieron adornadas con recogidos y suaves tules verdes que recubrían la desnudez de sus gruesos troncos.



Con el suelo, unas veces, pavimentado de un esponjoso manto blanco, otras veces, alfombrado de una porosa alfombra ocre,  dirigimos nuestro entretenido y progresivo caminar, hacia la lóbrega cueva de la desembocadura del río que atraviesa las cuevas y donde llegan los arriesgados e intrépidos excursionistas  que se atreven, acompañados de guías, a  surcarlo.



Asombrados  de la belleza, de la suave temperatura y el encanto del lugar, tanto que Ángel propuso instalar allí las tiendas, emprendimos la empinada subida que, de nuevo, nos condujo a la senda otoñal que nos llevó a Felmín.



Caminando por la carretera de Felmín a Vegacervera, recorrimos las hoces de Vegacervera.

Admiramos las verticales paredes que se clavan en las nubes, el diáfano y sonoro río que, cual ágil serpiente, va zigzagueando entre curva y curva, y deslizándose entre  profundos pozos y raudas corrientes donde  moran la trucha y la nutria.  Contemplamos “el  Calero”   y  el “pozo del infierno” y observamos  los detalles  que  cuando  pasamos en coche, sin duda alguna, nos pasan desapercibidos.


Con paso ágil, rechazando el cómodo retorno en coche que nos ofrecía Luís Felipe, arribamos, de nuevo, en Vegacervera a las 15 horas.

Después de refrescar con una merecida cerveza, nos sentamos  a disfrutar de la  buena y abundante comida  del restaurante “La Cocinona” en compañía de Luís Felipe, al que agradecimos  su afable compañía.


Café de despedida en San Feliz del Torío  y  preparación de la próxima salida.  ¡Que el tiempo nos acompañe¡

                                                                  C. Felipe

domingo, 27 de abril de 2014

RUTA 7 BODÓN DE CÁRMENES O DE CANSECO Fecha: 21-12-2013

Componentes de la expedición: Antonio, Mª Eugenia, Goyo, Elisa, M. Ángel, Julio, C. Felipe


            En una fría mañana de diciembre,  con algunos compañeros/as  ausentes  pues ya tenían  los pies puestos en los estribos para  irse de vacaciones navideñas, iniciamos a las 9,30 h, en Canseco, la preparación para ascender al Bodón de Cármenes.

         Aunque  las calles del  desierto pueblo y  las laderas de las montañas se veían cubiertas por un ligero y suave manto blanco, no creímos que  esto fuese un grave inconveniente para nuestra osada empresa.

         Después de recibir el saludo de los colosales y temibles perros mastines que acompañaban a un madrugador  y quejoso rebaño, recorrimos, aproximadamente, 1Km. del  camino que transita el dócil ganado que sube a los pastos y,  por la primera canal  que encontramos en la montaña, nos adentramos en dirección a la cumbre siguiendo la  sudorosa silueta de una torrentera que, impaciente, por ella discurría.


Sorteando la frescura del  agua por las  resbaladizas piedras, escalonadamente, íbamos remontando la ladera y  hundiéndonos, poco a poco, en la cada vez más copiosa nieve.



Los pies se hundían en el húmedo polvo blanco y los bastones, torpes, se negaban a avanzar, pero,  con agotador esfuerzo, aprovechando la huella del predecesor y asiéndonos a los casi ocultos matorrales intentábamos seguir los pasos de Antonio y Elisa que encabezaban la cordada.

Protegidos por un cielo gris ceniza, nos fuimos acercando a las negras  y escarpadas rocas que se asomaban su cara por encima de la sábana blanca y, conforme las íbamos alcanzando, la esponjosa nieve se iba endureciendo y las anteriores hendiduras se fueron transformando en sutiles resbalones que retrotraían los pasos dados.


Por más que intentábamos lacerar la blanca capa para que la pisada fuera estable, esta se resistía como coraza de tortuga. Hubo un momento en el  grupo semejaba, en la inclinada ladera, a un grupo de esquiadores, sosteniéndose, con los bastones en posición inversa a la de  impulso.




  Ante la ausencia de los necesarios “crampones” y siguiendo el consejo de nuestro cauteloso guía Antonio, aunque, según una equivocada visión óptica, la cumbre no parecía muy alejada, decidimos no correr riesgos innecesarios y dejar la espinosa hazaña para  tiempos mejores.





Al abrigo de unas abultadas peñas que nos resguardaban del intenso frío y  del peligro de despeñamiento, tomamos un rápido tentempié e iniciamos el descenso dirigido nuestros, cada vez más seguros pasos, hacia un hayedo que facilitaría la bajada.


Si el  potencial peligro había erizado nuestro ánimo, el radiante blancor del valle, con su misterioso silencio solamente quebrado por la rumorosa corriente de la torrentera, nos serenó y permitió disfrutar de una sosegada paz y de un excepcional paisaje que compensó todo  el esfuerzo y la desazón sufrida.



Las desnudas hayas exhibían sus escuálidos brazos y fornidos troncos a los curioso e inesperados visitantes y proporcionaban  la pincelada precisa de mate a aquel cuadro de luz.


Siguiendo un señalado camino,  nos fuimos acercando al río y, a lo lejos, ajeno al frío, al ruido y al hambre observamos, en medio de un nevado prado, a un astuto zorro disfrutar del silencio y de la nieve.



Atravesando uno de los antiguos puentes de piedra que se elevan sobre el río, llegamos a la hoces de Canseco y, después de un ligero paseo por la carretera, arribamos al pueblo donde nos esperaban los coches.



Despojados de las humedecidas prendas de la subida, breve camino hasta Vegacervera, allí, siguiendo la saludable costumbre instaurada, comida, en  familia, en el acogedor comedor de la “Posada Real Chousa Verde”. Rica comida casera, amena charla y, con la promesa de coronar el Bodón de Cármenes, efusivos deseos de unas

 ¡¡ FELICES NAVIDADES¡¡


                                                        C. Felipe

RUTA 8 PEÑA GALICIA Fecha: 4-01-2014


Componentes de la expedición: Antonio, Mariví, Goyo, Elisa, M. Ángel, Julio, C. Felipe
      

         Las “Fiestas navideñas” dan sus últimos suspiros. Los “Reyes” preparan su llegada a las ciudades, henchidos de obsequios, por tren, por barco……. ¿Aparecerán también por la vieja línea de FEVE que recorre, aún, el famoso tren hullero?

         Con el fin de recoger  los posibles regalos, nos proponemos subir a buscarlos a Peña Galicia o Peña Canga, como también se la denomina por la zona.

         Con las farolas todavía encendidas, tomamos un café en Matallana del  Torio y comprobamos que el día se despierta perezoso y llorón. Después de algunas dudas, animosos, decidimos poner “al mal tiempo buena cara” y hacer la subida prevista pero, variando el recorrido, inicirlo en Aviados y finalizarlo en  Nocedo.

            En  primer lugar, el grueso del grupo descendió en Aviados y los coches se aparcaron en lugares estratégicos: Dos en Nocedo, ya que La Valdorria está situada en lo alto y había previsión de nevada, y uno, que reintegró a los conductores al grupo, en Aviados.

         Ataviados para la ocasión: botas, polainas, gorros, guantes, cazadoras multicolores y ligeros bastones, emprendimos la marcha en Aviados. En la plaza se distinguía un oscuro y pegajoso asfalto,  aunque empezaban a caer las primeras briznas de nieve de un cielo velado y grisáceo. 

         Sin haber visto las rutilantes plumas de los famosos gallos del Curueño, ni haber escuchado sus estridentes quiquiriquís, abandonamos la plaza que preside una recoleta iglesia y, siguiendo un camino, nos adentramos en una angostura entre peñas, que pronto se abrió y nos permitió transitar, cómodamente, por una pista ascendente, escoltada por desnudos y pequeños robles.


         A continuación, por una estrecha senda que comienza próxima a un cercado del ganado, con el suelo cubierto por una blanda alfombra de algodón, emprendimos una subida más exigente, vadeando las aguas que descendían por la torrentera.


          Dejamos atrás las blanquecinas peñas que nos iban escoltando y llegamos a un joven bosque de robles, protegido por una fantástica sábana blanca, por debajo de la que desfilamos, con paso decidido.


          Al salir del  blanco robledal, a la derecha, entre una  condensada niebla se intuía un alto peñasco al que debíamos ascender. Si apenas visión, con la tempestuosa borrasca de nieve azotando nuestras heladas caras y eclipsando las gafas o enturbiando los ojos, subimos, escalonadamente, la pendiente sin vislumbrar senda alguna marcada ya que el níveo manto la escondía.


          Como siempre encabezaban la escalada, hombro con hombro, Antonio y Mariví que, envueltos en la niebla, rememoraban estas fechas y recibían, taciturnos y ensimismados, las  algodonosas  sonrisas  de Víctor, que desde las alturas les agradecía el primoroso amor dado y se alegraba de la  decidida  superación de las  altas cimas y de la descomunal pena.

         Sin pararnos a adivinar ni cómo ni cuando, alcanzamos la cumbre cercada por una enmarañada niebla y azotada por una heladora ventisca y, tras la foto de rigor, sin pérdida de tiempo, ni para reponer fuerzas, emprendimos un precipitado descenso.


         Es una pena que la neblina y la ventisca nos impidieran obtener una espléndida vista panorámica del valle del Curueño, de los pueblos que bordean la Peña, y de los picos, que  encaramados en el cielo, la observan.

         Al llegar al valle, resguardados de la aciaga ventisca, repusimos fuerzas, templamos nuestros ánimos y nuestras manos y, a través de un tranquilo  e inmaculado valle, nos encaminamos hacia La Valdorria.


         Durante este placentero recorrido, nos embelesamos con el nítido blancor de las colinas,  de los arbustos, de  los robles,  de los matojos, todos ellos colmados de una esponjosa nieve recién caída. Pero, sobre todo, disfrutamos de un sublime silencio solamente roto por el ligero siseo de las primeras  pisadas que mancillaban el fastuoso  manto blanco.


         Después de una hora y treinta gloriosos minutos de estar apartados del mundanal  ruido y de hollar nieve virgen, impregnados de su pureza, divisamos, disimulado por  la túnica blanca que lo protegía, un esplendoroso pueblo alpino. Casas de tejados pindios en los que centelleaba la nieve acariciada por los rayos del sol, escondidas entre afilados abetos y rodeadas de rocosas y nevadas cumbres.


         La típica postal navideña, aunque, en esta ocasión, esa postal era de nuestra montaña y mostraba al pueblo de La Valdorria.


         Después de vislumbrar, en la lontananza, la escarpada ermita de S. Froilán, descendimos, recorrimos el solitario y helado pueblo y, caminando por la empinada carretera, cual batallón  que arrasa los campos, estrenamos el blanco pavimento que la adornaba.

         Cuando llegamos a Nocedo, nos esperaban  las  rojizas brasas de una bien caldeada chimenea que, con una apetecible cerveza y un sabroso chorizo, entonaron nuestros helados cuerpos.


         La verdad es que no vimos los “Reyes”, pero estos sí nos habían dejado un anhelado regalo: “una linda y desacostumbrada jornada navideña”


                                                                           C. Felipe

viernes, 25 de abril de 2014

RUTA 9 LA PEÑA MUEZCA Y EL PICO FONTAÑAN Fecha: 18-02-2014

Componentes de la expedición: Antonio, Mariví, Goyo, Elisa, M. Ángel, Julio, Cristina, Mª Eugenia,  Alfonso, C. Felipe, un perro vagabundo.


     El sábado 18 de enero de 2014, hastiados de las nefastas previsiones meteorológicas que los últimos fines de semana habían impedido nuestras subidas a la montaña, decidimos bajar un poco la cota de nuestras pretendidas ascensiones e, impacientes, nos arriesgamos a intentar subir el  “Fontañán”, cumbre  robledano-gordonesa que se levanta sobre el valle del Bernesga.


         Nada más llegar a Olleros de Alba y aparca los coches, nos saludó un alegre y juguetón perro, que adivinando nuestras intenciones, se ofreció a acompañarnos.



      

Tras la consabida foto de salida en la escasa pero aún incólume nieve, iniciamos la subida precedidos por el osado perro que,  con su color negro brillante, descollaba  en la nieve. Río arriba, siguiendo un camino inundado, llegamos y  contemplamos  la pequeña cascada del “salto” y nos adentramos, poco a poco, en la montaña que nos abría sus puertas flanqueadas por enormes jambas rocosas que, en las alturas, sinuosamente se contoneaban.


Con la subida, la nieve aumentaba en espesor y  nuestros protegidos pies arrugaban, desatentos, el níveo manto blanco.


Después de franquear una fuente, torcimos a la izquierda y, protegidos  por robles y urces  ataviados de blanco, seguimos la senda marcada. La ausencia de pendiente nos permitía ir agrupados, charlando animosamente y admirando la belleza del paisaje nevado.



Como la ruta estaba siendo demasiado cómoda, Antonio se encargó, como siempre, de endurecerla. Viramos, de nuevo, hacia la izquierda y, según íbamos cogiendo altura, la niebla nos fue envolviendo y unos mansos copos  que   descendían de  un cielo dolorido y resfriado empezaron a arroparnos  hasta que, gradualmente, alcanzamos la cima de la “Peña  Muezca (1651 m)



 El propósito de ver los vestigios de las fortificaciones de defensa del frente republicano durante la guerra civil del 36, se desbarató porque un espeso manto de nieve y una tupida niebla los ocultaba.

Después de husmear como ansiosos perros de caza, por los recónditos rincones de la montaña, localizamos, disimulada  por capa de nieve, la entrada a una galería que recorre la montaña y sirvió de refugio antiaéreo a los briosos soldados republicanos.  Como expertos espeleólogos y ciegos topos, ya que carecíamos de iluminación, atravesamos la cueva de norte a sur y, para compensar el esfuerzo, resguardados de la heladora ventisca, comimos un parco tentempié.



Antes de abandonar  la cima, saludamos a los  ingentes hitos de piedra que realzan el lugar y, cercados por la niebla, iniciamos la bajada del “Muezca” y la subida al “Fontañan” (1629 m)


De camino, nos topamos con un compacto bosquecillo de robles engalanados de un blancor refulgente a la tenue luz del perezoso sol que comenzaba a despertar y que nos permitió vislumbrar, en la lejanía, el pico que debíamos alcanzar.

             



Cresteando, nos encaminamos a la codiciada cumbre que si, en un principio, no parecía muy lejana, según íbamos avanzando más se iba alejando.

Hasta  a Alfonso, acreditado corredor de fondo, se le hizo eterna  la hora de ascensión.

Tocamos exhaustos la nueva cima nevada. La sempiterna nieve invernal, de nuevo, escondía los restos de las trincheras republicanas y sus “bunkers”, pero nos regalaba un hermoso paisaje y maravillosas vistas: La Robla, y  Pola de Gordón,… y, cortejadas por la niebla, se  entreveían  las ”Tres Marías”, el Fontún,  Correcillas…

Obligada foto de grupo en la cima, cobijados por el cielo azul mar, que contrastaba con el rutilante blancor de las peñas,  e ineludible descenso.


Acortando el camino todo lo posible,  atajamos por un níveo y silencioso valle, que seguía el curso de un rumoroso riachuelo. Al  vadear el riachuelo, para evitar las zonas anegadas, Julio tuvo, a consecuencia de una mala pisada, una liviana torcedura que le recordó su reciente operación.  Mientras hacíamos tiempo para que se recuperara, Goyo, instalándose en el peor  de los supuestos, consciente de que  no estábamos  protegidos por ningún seguro y no podíamos demandar la ayuda del “pájaro de acero”, propuso, como salida más expeditiva, “sacrificarlo in situ”  porque las fuerzas aprovechables de los efectivos del grupo eran exiguas para acarrear tan “ligero” homo sapiens. Gracias a la vertiginosa recuperación del  “chicarrón del norte”, cuya fortaleza está holgadamente acreditada, no tuvo Goyo que utilizar  el bastón como  “puntilla”.

Sin más infortunios, el valle nos llevó al camino que, a primera hora de la mañana, nos había guiado a la cumbre. Veloz bajada, sobre todo la de Goyo que, escudándose en la preparación física para la primaveral “maratón madrileña”, aunque creo que más bien era el miedo a las represalias, se alejó corriendo con el perro del grupo.

Cambio rápido de ropa y despedida del perro, fiel compañero de viaje, que con mirada triste seguía el desfile de coches y, con cara compungida, se lamentaba de convertirse, de nuevo, en un” invisible perro vagabundo”.

Comida y animada charla en la Magdalena, aunque ni la comida ni el lugar son recomendables. Café de sobremesa en Lorenzana y ánimos restaurados  hasta la próxima salida.


                                                                           C. Felipe