Componentes de la expedición: Antonio, Mariví, Goyo, Elisa, M. Ángel, Julio, C.
Felipe
Las “Fiestas navideñas” dan sus últimos
suspiros. Los “Reyes” preparan su llegada a las ciudades, henchidos de
obsequios, por tren, por barco……. ¿Aparecerán también por la vieja línea de
FEVE que recorre, aún, el famoso tren hullero?
Con el fin de recoger los posibles regalos, nos proponemos subir a
buscarlos a Peña Galicia o Peña Canga, como también se la denomina por la zona.
Con las farolas todavía encendidas,
tomamos un café en Matallana del Torio y
comprobamos que el día se despierta perezoso y llorón. Después de algunas
dudas, animosos, decidimos poner “al mal tiempo buena cara” y hacer la subida
prevista pero, variando el recorrido, inicirlo en Aviados y finalizarlo en Nocedo.
En primer
lugar, el grueso del grupo descendió en Aviados y los coches se aparcaron en
lugares estratégicos: Dos en Nocedo, ya que La Valdorria está situada
en lo alto y había previsión de nevada, y uno, que reintegró a los conductores
al grupo, en Aviados.
Ataviados para la ocasión: botas,
polainas, gorros, guantes, cazadoras multicolores y ligeros bastones,
emprendimos la marcha en Aviados. En la plaza se distinguía un oscuro y
pegajoso asfalto, aunque empezaban a caer
las primeras briznas de nieve de un cielo velado y grisáceo.
Sin haber visto las rutilantes plumas
de los famosos gallos del Curueño, ni haber escuchado sus estridentes
quiquiriquís, abandonamos la plaza que preside una recoleta iglesia y,
siguiendo un camino, nos adentramos en una angostura entre peñas, que pronto se
abrió y nos permitió transitar, cómodamente, por una pista ascendente,
escoltada por desnudos y pequeños robles.
A continuación, por una estrecha senda
que comienza próxima a un cercado del ganado, con el suelo cubierto por una
blanda alfombra de algodón, emprendimos una subida más exigente, vadeando las
aguas que descendían por la torrentera.
Dejamos atrás las blanquecinas peñas
que nos iban escoltando y llegamos a un joven bosque de robles, protegido por
una fantástica sábana blanca, por debajo de la que desfilamos, con paso
decidido.
Al salir del blanco robledal, a la derecha, entre una condensada niebla se intuía un alto peñasco
al que debíamos ascender. Si apenas visión, con la tempestuosa borrasca de
nieve azotando nuestras heladas caras y eclipsando las gafas o enturbiando los
ojos, subimos, escalonadamente, la pendiente sin vislumbrar senda alguna
marcada ya que el níveo manto la escondía.
Como siempre encabezaban la escalada,
hombro con hombro, Antonio y Mariví que, envueltos en la niebla, rememoraban
estas fechas y recibían, taciturnos y ensimismados, las algodonosas
sonrisas de Víctor, que desde las
alturas les agradecía el primoroso amor dado y se alegraba de la decidida
superación de las altas cimas y
de la descomunal pena.
Sin pararnos a adivinar ni cómo ni
cuando, alcanzamos la cumbre cercada por una enmarañada niebla y azotada por
una heladora ventisca y, tras la foto de rigor, sin pérdida de tiempo, ni para
reponer fuerzas, emprendimos un precipitado descenso.
Es una pena que la neblina y la
ventisca nos impidieran obtener una espléndida vista panorámica del valle del
Curueño, de los pueblos que bordean la
Peña , y de los picos, que
encaramados en el cielo, la observan.
Al llegar al valle, resguardados de la
aciaga ventisca, repusimos fuerzas, templamos nuestros ánimos y nuestras manos
y, a través de un tranquilo e inmaculado
valle, nos encaminamos hacia La
Valdorria.
Durante este placentero recorrido, nos
embelesamos con el nítido blancor de las colinas, de los arbustos, de los robles,
de los matojos, todos ellos colmados de una esponjosa nieve recién
caída. Pero, sobre todo, disfrutamos de un sublime silencio solamente roto por
el ligero siseo de las primeras pisadas
que mancillaban el fastuoso manto
blanco.
Después de una hora y treinta gloriosos
minutos de estar apartados del mundanal
ruido y de hollar nieve virgen, impregnados de su pureza, divisamos, disimulado
por la túnica blanca que lo protegía, un
esplendoroso pueblo alpino. Casas de tejados pindios en los que centelleaba la
nieve acariciada por los rayos del sol, escondidas entre afilados abetos y
rodeadas de rocosas y nevadas cumbres.
La típica postal navideña, aunque, en
esta ocasión, esa postal era de nuestra montaña y mostraba al pueblo de La Valdorria.
Después de vislumbrar, en la
lontananza, la escarpada ermita de S. Froilán, descendimos, recorrimos el
solitario y helado pueblo y, caminando por la empinada carretera, cual
batallón que arrasa los campos,
estrenamos el blanco pavimento que la adornaba.
Cuando llegamos a Nocedo, nos
esperaban las rojizas brasas de una bien caldeada chimenea
que, con una apetecible cerveza y un sabroso chorizo, entonaron nuestros
helados cuerpos.
La verdad es que no vimos los “Reyes”,
pero estos sí nos habían dejado un anhelado regalo: “una linda y
desacostumbrada jornada navideña”
C.
Felipe
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