domingo, 27 de abril de 2014

RUTA 8 PEÑA GALICIA Fecha: 4-01-2014


Componentes de la expedición: Antonio, Mariví, Goyo, Elisa, M. Ángel, Julio, C. Felipe
      

         Las “Fiestas navideñas” dan sus últimos suspiros. Los “Reyes” preparan su llegada a las ciudades, henchidos de obsequios, por tren, por barco……. ¿Aparecerán también por la vieja línea de FEVE que recorre, aún, el famoso tren hullero?

         Con el fin de recoger  los posibles regalos, nos proponemos subir a buscarlos a Peña Galicia o Peña Canga, como también se la denomina por la zona.

         Con las farolas todavía encendidas, tomamos un café en Matallana del  Torio y comprobamos que el día se despierta perezoso y llorón. Después de algunas dudas, animosos, decidimos poner “al mal tiempo buena cara” y hacer la subida prevista pero, variando el recorrido, inicirlo en Aviados y finalizarlo en  Nocedo.

            En  primer lugar, el grueso del grupo descendió en Aviados y los coches se aparcaron en lugares estratégicos: Dos en Nocedo, ya que La Valdorria está situada en lo alto y había previsión de nevada, y uno, que reintegró a los conductores al grupo, en Aviados.

         Ataviados para la ocasión: botas, polainas, gorros, guantes, cazadoras multicolores y ligeros bastones, emprendimos la marcha en Aviados. En la plaza se distinguía un oscuro y pegajoso asfalto,  aunque empezaban a caer las primeras briznas de nieve de un cielo velado y grisáceo. 

         Sin haber visto las rutilantes plumas de los famosos gallos del Curueño, ni haber escuchado sus estridentes quiquiriquís, abandonamos la plaza que preside una recoleta iglesia y, siguiendo un camino, nos adentramos en una angostura entre peñas, que pronto se abrió y nos permitió transitar, cómodamente, por una pista ascendente, escoltada por desnudos y pequeños robles.


         A continuación, por una estrecha senda que comienza próxima a un cercado del ganado, con el suelo cubierto por una blanda alfombra de algodón, emprendimos una subida más exigente, vadeando las aguas que descendían por la torrentera.


          Dejamos atrás las blanquecinas peñas que nos iban escoltando y llegamos a un joven bosque de robles, protegido por una fantástica sábana blanca, por debajo de la que desfilamos, con paso decidido.


          Al salir del  blanco robledal, a la derecha, entre una  condensada niebla se intuía un alto peñasco al que debíamos ascender. Si apenas visión, con la tempestuosa borrasca de nieve azotando nuestras heladas caras y eclipsando las gafas o enturbiando los ojos, subimos, escalonadamente, la pendiente sin vislumbrar senda alguna marcada ya que el níveo manto la escondía.


          Como siempre encabezaban la escalada, hombro con hombro, Antonio y Mariví que, envueltos en la niebla, rememoraban estas fechas y recibían, taciturnos y ensimismados, las  algodonosas  sonrisas  de Víctor, que desde las alturas les agradecía el primoroso amor dado y se alegraba de la  decidida  superación de las  altas cimas y de la descomunal pena.

         Sin pararnos a adivinar ni cómo ni cuando, alcanzamos la cumbre cercada por una enmarañada niebla y azotada por una heladora ventisca y, tras la foto de rigor, sin pérdida de tiempo, ni para reponer fuerzas, emprendimos un precipitado descenso.


         Es una pena que la neblina y la ventisca nos impidieran obtener una espléndida vista panorámica del valle del Curueño, de los pueblos que bordean la Peña, y de los picos, que  encaramados en el cielo, la observan.

         Al llegar al valle, resguardados de la aciaga ventisca, repusimos fuerzas, templamos nuestros ánimos y nuestras manos y, a través de un tranquilo  e inmaculado valle, nos encaminamos hacia La Valdorria.


         Durante este placentero recorrido, nos embelesamos con el nítido blancor de las colinas,  de los arbustos, de  los robles,  de los matojos, todos ellos colmados de una esponjosa nieve recién caída. Pero, sobre todo, disfrutamos de un sublime silencio solamente roto por el ligero siseo de las primeras  pisadas que mancillaban el fastuoso  manto blanco.


         Después de una hora y treinta gloriosos minutos de estar apartados del mundanal  ruido y de hollar nieve virgen, impregnados de su pureza, divisamos, disimulado por  la túnica blanca que lo protegía, un esplendoroso pueblo alpino. Casas de tejados pindios en los que centelleaba la nieve acariciada por los rayos del sol, escondidas entre afilados abetos y rodeadas de rocosas y nevadas cumbres.


         La típica postal navideña, aunque, en esta ocasión, esa postal era de nuestra montaña y mostraba al pueblo de La Valdorria.


         Después de vislumbrar, en la lontananza, la escarpada ermita de S. Froilán, descendimos, recorrimos el solitario y helado pueblo y, caminando por la empinada carretera, cual batallón  que arrasa los campos, estrenamos el blanco pavimento que la adornaba.

         Cuando llegamos a Nocedo, nos esperaban  las  rojizas brasas de una bien caldeada chimenea que, con una apetecible cerveza y un sabroso chorizo, entonaron nuestros helados cuerpos.


         La verdad es que no vimos los “Reyes”, pero estos sí nos habían dejado un anhelado regalo: “una linda y desacostumbrada jornada navideña”


                                                                           C. Felipe

No hay comentarios:

Publicar un comentario